Qué ironía que se llame de la Concordia el festival de la discordia. Y no es la única. Yo me llamo se llama el concurso televisado en el que nadie se llama como dice y quienes lo deciden quieren ser chistosos, pero son malos (tómese malos en el sentido que vea conveniente) y por si fuera poco, los despachan con un fondo musical burlesco, ¡pero se van agradecidos porque les hacen un favor!
La misma fórmula farandulesca tienen los
programas políticos con mayor rating en la tv. Unos jurados se las dan de
evaluadores de quienes aspiran a ser reconocidos como candidatos porque los
ausentes prefieren “seguir debatiendo con el pueblo”, eso sí, desde sus
vitrinas porque cada que salen meten la pata con la misma destreza con la que
meten la mano. Con un programa para calificar a los calificadores el show estaría
completo.
Ante tanta competencia desleal, las autoridades
transitorias que también necesitan cámaras se fueron a conocer el espacio
Manzana 1. Allí se toparon con unas obras que no habían sido los tradicionales
paisajes con el camba en la hamaca, el perro a sus pies y la señora en el tacú,
dándole duro. Era otra cosa. Pero verlas a ellas frente a los marcos ya era
surreal. Ahora imagíneselas como críticas de arte; tan útiles como los taxímetros
en Santa Cruz.
Por suerte están los estudiantes de Actividad Física
que demostraron su vocación profesional al tirar abajo la puerta del rectorado
de la Uagrm. Esos
sí saben lo que son.
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