El aparato, a
simple vista, parece que transmite imágenes y sonido y es probable que le llamen
televisor porque reúne características de forma, dimensiones, botones -cada vez
más ocultos-, marca y algún adhesivo, recordatorio de compra no reciente.
Al tocarlo, da
la impresión de que es inofensivo. El asunto cambia si está conectado a la
corriente, que ahora es más cara, y a un sistema de cable o satélite. El riesgo es encenderlo, manipular el control
remoto y descubrir que uno debe contentarse con emisiones locales ya sea porque
se vive lejos, o se debe el servicio, o aunque se lo haya pagado bien cobrado,
la ventolera, el gajo o el choque de la esquina derribó un poste clave.
Sin embargo, más
riesgoso es el pedido para sacar la basura de la televisión. Si la sacan, ¿en qué
queda la programación? Tenemos derecho a idiotizarnos con programas de competencias
y con chismes, a entretenernos con esos bufones caros que son los políticos, y
a estar al tanto del último cráter en la ciudad -porque llamarlos baches sería
degradarlos-, de las elecciones judiciales postergadas por vergüenza o del celo
de la Policía porque las fotomultas serán para la Alcaldía, todo así muy
superficial y farandulero.
Una
televisión seria nos enloquecería. Mostraría los problemas estructurales y la
cultura ya no sería pretexto para ganar cámara. Pensar es peligroso y con la
tele apagada hay muchas más posibilidades de que la gente piense. ¿Quién quiere
eso?Fb