Por estos
días, después de mucho pensar, se instala el arbolito navideño, foco de
atención hogareño hasta inicios del próximo año y quizá hasta el subsiguiente en
casos de flojera extrema.
Muy lejos está
el recuerdo de las peripecias que se hacían en casa para mantener erguido el
gajo de pino natural, colgarle la mitad de las bolas de cristal que no se
rompían en el intento y enchufar unos focos incandescentes que con suerte
ardían, a veces literalmente con todo alrededor, alimentados con la sobrecarga
de paja, algodón y plastoformo en un fragancioso remedo de árbol que luego se
tiraba a la basura con las cajas y el papel de los regalos.
En sus
orígenes europeos a los arbolitos navideños les colgaban manzanas rojas y
velas. Las primeras simbolizando las tentaciones y las otras la luz espiritual.
Razones de peso convirtieron las frutas pecadoras en bolas livianas y las velas
en eficientes luces LED, a las que ahora se suman mínimamente una estrella en
la punta, como guía, y los lazos que representan la unión familiar.
Es
lógico que esta tradición originaria, porque algún origen tiene, se replique en
la vía pública con recursos ídem y se puede asegurar que toda ciudad tiene los
arbolitos navideños que se merece. Por ejemplo, los colocados en Equipetrol y
la Monseñor Rivero carecen de estrella, bolas y lazos. Independientemente del significado que se le
quiera dar a tales accesorios, esos arbolitos de luces fugaces nos representan
a cabalidad.Fb